Rodrigo Madrazo García de Lomana, Director General de COFIDES.

Madrid, 1 de octubre de 2020.

Artículo de opinión publicado originalmente en Cinco Días el 1 de octubre de 2020.

La teoría monetaria moderna (TMM) ha puesto la macroeconomía patas arriba. Todo empieza por un dilema que, aunque se parece al del huevo y la gallina, es la piedra angular en la que se apoya la TMM y sus prescripciones sobre las políticas fiscales y monetarias. La cuestión es: ¿los países con soberanía monetaria recaudan y se endeudan y, una vez asegurada esta financiación, proceden al gasto o, por el contrario, gastan antes de recaudar y endeudarse?.

La visión teórica convencional describe al sector público como una empresa o una economía doméstica: primero obtiene las fuentes de financiación, bien sea mediante impuestos o deuda pública, para poder desarrollar luego los programas de gasto. La heterodoxia de la TMM y sus figuras más relevantes, como Warren Mosler y Stephanie Kelton, radica en invertir ese orden: primero los gobiernos gastan, introduciendo así su moneda en el sistema económico. Esta moneda es luego retirada a través de los impuestos o la deuda del Estado. Si no fuera así ¿de dónde habrían sacado la moneda los contribuyentes para pagar los impuestos?.

Como consecuencia, el Gobierno que disfrute de soberanía monetaria puede gastar sin más ataduras que las autoimpuestas restricciones legales del proceso presupuestario. Lo único que ha de hacer para librar los correspondientes pagos es generar moneda a través del banco central, bien sea efectivo o reservas bancarias.

Teniendo a disposición el ordenador o la plancha que generan la moneda en que pagamos, ¿por qué no erradicar la pobreza a golpe de click o afrontar el cambio climático a base de impresión de billetes?.

La respuesta que da la TMM es la inflación. Las políticas de gasto encuentran límites reales en la propia capacidad productiva, que viene determinada por el estado de la tecnología, las instituciones, los recursos naturales o el capital humano. Ignorar estas limitaciones supone revivir la República de Weimar en la media en que la monetización recurrente de los déficits fiscales conduce por lógica a la inflación o hiperinflación, máxime cuando la economía se aproxima a su capacidad productiva potencial.

La principal recomendación derivada de esta TMM es la apuesta por una nueva política fiscal, una nueva forma de hacer los presupuestos que no centre el debate en sus saldos contables sino en la efectividad de los programas de gasto público para llevar la economía al pleno empleo. Esta recomendación heredada de Abba P. Lerner parece acorde con lo que observamos en la actualidad. En los tiempos de la COVID-19 los Gobiernos se han embarcado en la protección e impulso del empleo a través de programas de gasto que llevarán a ratios de déficit y deuda pública de dos y tres dígitos respectivamente.

La preeminencia de la política fiscal como instrumento estabilizador concuerda con las llamadas efectuadas por varios bancos centrales, que alertan de las dificultades actuales para acelerar la inflación en ausencia de una expansión fiscal. En un entorno de ruptura de la relación de inflación y desempleo (aplanamiento de la curva de Phillips), la Reserva Federal estadounidense (Fed) reconoce no haber llegado a su objetivo del 2% de inflación en los últimos años y, de cara al futuro, muestra su preocupación por el menor margen de acción de la política monetaria convencional en un contexto de muy bajos tipos de interés.

Si la tradicional política de tipos tiene poco recorrido no es de extrañar que los bancos centrales sigan apostando por la financiación monetaria de los déficits fiscales mediante los programas de compra de deuda pública a la hora de apoyar a la demanda en tiempos de poco vigor económico.

Aun cuando este diseño de las políticas económicas es compatible con los postulados de la TMM, no cabe deducir que Gobiernos y bancos centrales hayan abrazado el nuevo paradigma, sino más bien que están respondiendo a una situación bien concreta. En efecto, no parece que la TMM pueda ser utilizada como una guía sistemática para el diseño de la política económica ya que adolece de varias limitaciones. Desde el ángulo del ámbito de aplicación, su alcance se circunscribe a los países con soberanía monetaria. Desde la perspectiva de la economía política, la implementación de esta doctrina chocaría con obstáculos casi infranqueables. Los procedimientos presupuestarios y la cambiante, por no decir polarizada, coyuntura política impide la agilidad necesaria en la aprobación, calibración y reversión de este tipo de políticas de gasto. Además, los conceptos teóricos como el output potencial o la capacidad ociosa no resultan objetivables por lo que el proceso presupuestario podría ser objeto de manipulación.

Y desde la aproximación teórica y empírica, es difícil conocer la capacidad expansiva real de estas políticas si se aplican continuadamente. Al final, un déficit público recurrente (o superávit del sector privado) acaba con alta probabilidad produciendo un desequilibrio externo, poniendo presión depreciatoria en la moneda y generando inflación importada. Es el resultado que históricamente se ha observado en muchos de los países que presentan déficits gemelos. Y eso sin meter en juego la credibilidad de la autoridad monetaria, cuya reputación es difícil de construir, pero puede perderse de un plumazo.

Por su contenido rupturista, la TMM despierta reacciones vehementes y normalmente binarias, de amor u odio, entre la comunidad de economistas. Este tipo de sacudidas resultan bienvenidas porque llevan a replantear los fundamentos teóricos de la política económica y, además, ponen de relieve la obligación moral de explorar todas las vías posibles al servicio del pleno empleo. La financiación monetaria del gasto como palanca de crecimiento es una vía más y, como se ha dicho, puede rendir frutos en ciertos contextos, pero no está exenta de idealismo ¿o acaso confiaría usted la generación de riqueza a la máquina de hacer dinero?.

Artículo de opinión publicado originalmente en Cinco Días, el 1 de octubre de 2020.